De Chert a Vallibona

A través del Monte Turmell

Por Juan Antonio Micó Navarro

Xert, 2008

   Para la descripción del paisaje que ha de atravesar el personaje principal de un cuento que tengo proyectado, necesitaba conocer el camino que une Xert con Vallibona, en especial el que va de la cima del Turmell a la citada población, que resultaba desconocido para mí. Por eso le  pedí a mi amigo José Miguel Mateu, que conoce bien el territorio, que me acompañara y guiara por estas sierras para tomar apuntes de las sensaciones que pudiera experimentar quien ascendiera desde Vallibona y siguiera un camino más o menos parecido.

   Así se gestó la excursión que realizamos el jueves 28 de agosto, un día de espléndida luz, que arrasó las continuas nubes y neblinas que nos habían sofocado, entre calor y lluvia, los días precedentes.

   Dada la extensión del trayecto decidimos salir a las 9,30 horas de Xert y subir hasta las inmediaciones de la cima del Turmell con el Suzuki Santana de José Miguel, que nos ha servido en otras ocasiones.

   Bajamos desde mi casa, junto a l´Església Vella, por la calle Trascases hasta la pista del Turmell y emprendemos la aventura cargados con la mochila bien pertrechada de bocadillos y agua para el almuerzo y la comida campestre y, en mi caso, con un garrote para apoyarme durante el descenso que preveo largo y pesado hasta la población vecina.

   El Suzuki Santana Samurai se desliza con rapidez por la carretera asfaltada hasta la ermita de Sant Pere i Sant Marc de la Barcella pasada la cual, tras rodear las enormes y colosales piedras que forman la Roca Mercadera y la Font de Sant Marc, entramos ya en pista no asfaltada que hace que el movimiento del vehículo sea mucho más irregular.

   A continuación atravesamos una zona llana, de campos de cultivo hoy día abandonados, pero que fue ampliamente colonizada por el hombre hasta el abandono de las masías de esta zona tras la guerra civil y la aparición de la resistencia antifranquista conocida como maquis, que hizo insegura la vida en estas alturas aisladas por las continuas escaramuzas entre los resistentes republicanos y las fuerzas de la Guardia Civil. A nuestra izquierda, sobre un pequeño montículo, se elevan varias casas conocidas como els Massos. Ahora sólo quedan los inmuebles vacíos, con las puertas y ventanas abiertas a la intemperie las cuales se van deteriorando irremediablemente con el paso de los años. Sus huecos sin batientes de madera recuerdan las caras momificadas, con las cuencas de los ojos vacías y la boca abierta, enseñando sus desdentadas mandíbulas constituidas por las vigas caídas, y restos de platos y objetos que denotan una presencia continuada del hombre durante siglos el cual bajó a vivir al pueblo de Xert en busca de una vida menos dura. Todo el camino que asciende hasta este grupo de casas está jalonado, a derecha e izquierda, por campos de cultivo abandonados en donde los márgenes u hormas de piedra, tan duramente construidos por los antiguos propietarios, van cayendo a trozos sin que nadie remedie su deterioro. Sólo la persistente presencia de las higueras que antaño dieron el fruto que servía de alimento a los animales domésticos, tras secarlas sobre canyissos, es testimonio de un tiempo en que hubo vida humana y alegría en estas tierras.

   No nos detenemos en estas venerables ruinas que desearíamos ver restauradas y convertidas en habitáculos dedicados al turismo rural, preferimos soñar que están vivas y que,  en la era común, este domingo, se celebrará bureo y los jóvenes volverán a rasgar sus guitarrons y se bailará alegremente, mientras los más viejos hablan de su juventud o juegan a la botifarra sentados ante una mesa con un porrón de vino que pasa de mano en mano.

   Al salir de este valle torcemos a la izquierda y comenzamos a adentrarnos en la montaña. El camino que conduce al mas dels Noguers está cerrado con un cadena para evitar el tránsito de automóviles. Este mismo sistema lo encontramos en otros tramos del trayecto, como el que conduce hasta la Cova de la Tea. José Miguel, que ha recorrido con su suegro Ximo Sanz y con sus amigos Oscar Poblet y Dani Beltrán estos mismos lugares y ha visitado las entrañas de casi todas las cuevas y avencs de nuestro término municipal, me comenta que con estas cadenas se intenta proteger la montaña de la erosión que provoca el tránsito indiscriminado de vehículos de montaña; quads y motos de motocross. Así hay que pedir permiso para acceder por ellos hasta las cimas y cuevas a las cuales conducen estos senderos de tierra. Creo que es necesario que así sea para evitar incendios o el paso desaprensivo de aquellos que no respetan un patrimonio natural que pertenece a todos los ciudadanos. La naturaleza es un bien escaso y hay que regular el tránsito humano para preservarla para las generaciones futuras. No es fácil rehacer el paisaje tras un incendio forestal y desgraciadamente, el Turmell sufrió uno fortuito y devastador en septiembre de 2001 del que se ha rehecho con bastante presteza, gracias a la reforestación realizada por la Generalitat Valenciana.

   La carretera comienza a ascender, sucediéndose las curvas cada vez más cerradas y la vegetación se espesa. Los pinos son altos y rectos, algunos de más de diez metros de altura y afortunadamente hay una zona intacta, por donde me dice José Miguel que pasó el fuego rasante sin llegar a afectar la parte superior de los mismos, sino la maleza y la vegetación más baja. La carretera actuó como una chimenea que encauzó las llamas y protegió milagrosamente esta masa arbórea tan verde y agraciada.

   Un poco más adelante observamos, entre los nuevos pinos que van creciendo a partir de la reforestación, unos extraños tubos de plástico transparente por cuya extremidad superior asoman las hojas de nuevas carrascas. Nunca había visto este tipo de plantación que José Miguel me indica que está pensada para proteger la nueva y tierna vegetación de la acción depredadora de los múltiples jabalíes y cabras hispánicas que pueblan estas montañas. En efecto, recordamos cómo en nuestra pinada, junto a nuestra casa situada en la parte más alta del montículo sobre el que se asienta Xert, aparecieron pinos jóvenes cuyas sensibles troncos estaban despellejados y arañados, lo que los secó, por lo que decimos vallar el campo. Junto a ellos podían observarse las improntas de las pezuñas de las cabras montesas que, en busca de alimento y agua, habían bajado hasta el pueblo y que en múltiples ocasiones divisamos en los montes vecinos. Por ello entendemos el motivo de este sistema que, no obstante, produce una extraña sensación, como si el cambio climático tan nombrado estuviera produciendo árboles de plástico, como consecuencia de la contaminación medioambiental.

   El camino sube y sube sin cesar y de tramo en tramo, observamos otro elemento que nos intriga. Se trata de ampliaciones en la parte del camino que da a la vertiente superior de la montaña, en la que hay unas empalizadas de troncos que superan la altura del declive ante el cual se ubican. Nos recuerdan las paredes de madera que cerraban los Fortis del Oeste americano, con los que jugábamos en nuestra infancia a indios y vaqueros, o los campamentos romanos de los cuentos de Asterix, con la salvedad de que mientras aquellos estaban unidos en sentido vertical y acababan en forma puntiaguda como un lápiz recién afilado, éstas están colocadas en sentido horizontal. Pronto descubrimos su función, que no es otra que la de impedir que las piedras que se desprenden de las laderas de la montaña, por efecto de la erosión, lleguen hasta la pista de tierra por la cual circulamos y dificulten el tránsito en caso de fuertes lluvias, constituyendo incluso un peligro para la seguridad de los transeúntes. También vemos cómo en aquellos lugares en los que el desgaste del camino puede ser más intenso debido al paso de corrientes de agua durante las intensas lluvias, se ha procedido a poner una capa gruesa de cemento para evitar la desaparición rápida del camino. No obstante, todo el trayecto está sembrado de piedras más o menos voluminosas procedentes de distintos desprendimientos, aunque con un coche como el nuestro preparado para la montaña, no llegan a constituir un problema grave. Suponemos que, de vez en cuando, alguna patrulla de trabajadores procede a la limpieza de estos caminos.

   Cerca ya de la cima del Turmell, nos desviamos por una pista lateral de menor envergadura y bastante empinada conocida como la Revolta de la Fusta. Estamos en el kilómetro 16 de la denominada Pista del Turmell. Allí, en un calvero, dejamos nuestro vehículo y cargamos con nuestras respectivas mochilas. No hace mucho calor, a pesar de ser ya cerca de las once de la mañana. A partir de ahora nos adentramos en un mundo desconocido para mí, hacia la umbría del Turmell, cubierta de pinos centenarios a los que afortunadamente no afectó el pasado incendio. Los caminos que parten de esta altura están cerrados con cercas de alambre espinoso y puertas de madera que se pueden abrir fácilmente, sujetas por argollas de hierro. En esta ocasión no pienso hacer el primo como en la excursión al Molló de cinc termes. Cuando José Miguel abre la puerta, paso de inmediato detrás de él y cerramos de nuevo. Ahora ya sé que no se trata de derechos de propiedad que impiden el paso humano, sino de cercas destinadas a evitar que las vacas que pacen libres por estas alturas puedan escapar del control de sus propietarios.

   Nada más traspasar esta primera barrera, vemos dos nuevos motivos que centran mi curiosidad: uno consiste en una barraca construida con lajas de piedra para poder refugiarse los pastores de las lluvias inoportunas. Me acerco a observarla y quedo fascinado por la habilidad técnica de estos hombres de antaño para construir estas pequeñas obras de ingeniería. Sin ningún tipo de argamasa estas construcciones de pedra en sec se mantienen en pie cientos de años. El techo, construido con enormes piedras planas y alargadas que van cerrando el recinto en forma de cúpula, ha caído en parte ante la incuria de la gente: nadie piensa que son auténticos monumentos del arte popular que hemos recibido de nuestros antepasados y deberíamos conservar como un tesoro de la vida rural, para transmitirlas a quines nos seguirán en el disfrute de estos montes.

Hito MP.

   El segundo elemento que llama mi atención es más reciente; consiste en unos pequeños indicadores de piedra perfectamente tallada en cuya superficie hay grabadas unas líneas en direcciones determinadas. José Miguel, ya experto en estas lides, me indica que son mojones de término que indican la partición del terreno entre distintas poblaciones. Esas líneas rectas de la pequeña superficie cuadrada superior están orientadas de forma que, quien sabe interpretarlas, comprende de inmediato la confluencia de los términos municipales de Xert, Vallibona y Morella en estas cumbres.

   Por una senda que nace a nuestra izquierda nos encaminamos al Povet del Turmell. Entre altísimos pinos descendemos por una ladera de la montaña hasta nuestro objetivo, observando en el camino grandes excrementos de vaca dispersos aquí y allí, de cuyo interior nacen unos hongos blancos de forma piramidal que se deshacen rápidamente al contacto con nuestras botas. Le cuento a José Miguel la semejanza que me viene a la mente entre estos hongos y los honguitos que ingieren algunos indios mexicanos que también nacen en los excrementos de los animales, los cuales tienen efectos psicotrópicos y cuya ingesta les permite entrar en trance para curar enfermedades. No obstante, no es mi intención probarlos, puesto que muchas variedades de hongos son venenosas y no quiero entrar en estados alterados de conciencia. Aparecen en un vídeo que pasamos a los estudiantes del primer curso de medicina para que conozcan la existencia de elementos terapéuticos naturales que el hombre occidental desconoce y que están presentes en la naturaleza. Al fin y al cabo, la farmacología actual tiene su origen en la botánica y la utilización terapéutica de las plantas naturales. Lo que deseo es estar bien despierto para captar toda la belleza de este paraíso natural.

Povet del Turmell.

   Al llegar al Povet del Turmell nos encontramos con una pequeña oquedad rocosa sin restos de agua. Parece que o bien por la sequía o por la acción del hombre, se ha quedado sin agua, aunque quizá sea en épocas de lluvia, cuando la cumbre del Turmell se cubre del blanco manto de la nieve y luego se deshace ésta, cuando rebose del líquido elemento. No obstante, unos metros más abajo se conserva un tronco delicadamente vaciado por la mano del hombre, como lo hemos visto también en la Font de la Serra, donde se vertía el agua sobrante para que sirviera de abrevadero al ganado que antiguamente transitaba estos pagos.

   Descargamos nuestras mochilas y nos disponemos a almorzar. Aunque el sol luce hoy en todo su esplendor y el cielo está límpido y azul, sin una sola nube, en este microclima creado por una vegetación exuberante entre altos pinos y rocas no sentimos calor. Tenemos la sensación de estar perdidos en los montes pirenaicos, en un lugar remoto, agreste y desconocido, lejos del paisaje de campos de oliveras milenarias, almendros y montañas rocosas moteadas, aquí y allá, de pequeñas pinadas dispersas que dominan nuestro entorno en el pueblo de Xert. Esta variedad de pinos, de troncos altos y rectos que parecen querer alcanzar el cielo con sus verdes y compactas copas en busca de la luz solar son incluso distintos de los que vemos en las cercanías del pueblo. Aquí estamos cerca de los mil doscientos metros, pues hemos dejado el coche a escasa distancia de la cima del Turmell.

   Repuestas nuestras fuerzas recogemos los papeles de aluminio que envolvían nuestro pequeño ágape, las botellas de agua, cerramos las mochilas y cargándolas sobre nuestras espaldas desandamos el camino hasta la primera cerca que hemos atravesado. Pasamos por su puerta y José Miguel pone en marcha su GPS para que no perdamos el camino correcto, pues nacen constantemente senderos a derecha e izquierda que nos podrían obligar a retroceder para rectificar nuestra dirección. Llevamos la ruta marcada por Pablo Meseguer, experto en estos montes, quien recorre todo el término de Xert con asiduidad para controlar a la numerosa colonia de cabra hispánica que los pueblan. No obstante, a los pocos metros de comenzar nuestra andadura por la senda que hemos elegido, comenzamos a ver unas señales pintadas sobre las rocas, a cierta distancia unas de otras, de color blanco y amarillo. José Miguel me dice que, aunque no está catalogado como tal, estas indicaciones son propias de los senderos de corto recorrido y las iremos encontrando con regularidad.

   La senda es angosta y transcurre entre abundante vegetación a derecha e izquierda. Su curso es descendente y eso nos alegra. Sabemos que el regreso, después de la comida en Vallibona y con el cansancio que habremos acumulado será duro, pero no nos arredra la empresa. Hemos de conseguir nuestro objetivo.

Helechos.

   Destaca entre esta vegetación baja la profusión de helechos o falgueres de gran tamaño, signo inequívoco de humedad y agua. De inmediato pienso en las piedras que se extraen de las canteras de Mosqueruela, en muchas de las cuales aparecen impresas hojas de helechos milenarios fosilizados. Si ahora se produjera en este lugar un movimiento sísmico y esta vegetación que nos rodea sucumbiera en el interior de una profunda fractura geológica, quizá dentro de miles de años apareceríamos dos hombres fosilizados envueltos en helechos y rodeados de troncos de altísimos pinos, como ocurre en algunas minas o en excavaciones arqueológicas de zonas que pertenecen a épocas remotas de nuestra historia planetaria.

   Pero no pensemos en muerte sino en vida y en luz, en alegría y belleza. La naturaleza es muy hermosa y hay que saber disfrutarla y no agredirla con nuestras acciones, ya que nos ofrece un espectáculo tan fascinante como éste. Por ello seguimos andando y descendiendo por el sinuoso y escarpado camino hacia el pie del Turmell, donde se asienta Vallibona. Y siguen apareciendo las señales blancas y amarillas con su misterioso significado para mí, que soy un neófito. Gracias a mi compañero de aventura voy aprendiendo su lenguaje; en forma de uve nos indica que el camino continúa tras una curva; si las vemos en aspa, nos desaconseja tomar esa dirección y si están paralelas nos habla de camino recto y correcto.

Indicativo v.

   Paramos en un calvero y aprovecho para cambiar mis pantalones largos por unos cortos, pues el calor comienza a aumentar conforme avanzamos en el descenso. Había salido de Xert temiendo el roce constante con las aliagas, como nos ha ocurrido en otras ocasiones, pero hoy la vegetación es más suave y el camino está limpio y muy cuidado. Tan sólo la irregularidad de las piedras que lo alfombran hacen pesado el tránsito, pero para superar este obstáculo llevo unas botas de montaña, cuyas suelas son gruesas y espesas como las ruedas de un camión. El único problema es que ralentizan el ritmo de mis pasos con su peso, pero me acolchan de cualquier obstáculo eventual.

   Salimos a un camino amplio que nos recuerda una carretera forestal, más o menos a mitad del camino entre la cima del Turmell y Vallibona. Según la ruta de Pablo nos hemos desviado unos metros del camino y dudamos si seguir por éste, pero encontramos sobre una roca cercana la señale blanca y amarilla y optamos por continuar tranquilamente. A los pocos metros el GPS nos indica que coincidimos nuevamente con la ruta que llevamos marcada. Seguramente Pablo se desviaría por alguna senda lateral que moría de nuevo en el camino amplio.

Indicativo x.

   No muy lejos abandonamos esta pista para adentrarnos en caminos estrechos de montaña. Ahora tenemos sobre nuestras cabezas unas inmensas rocas que nos recuerdan las que hay sobre el camino que conduce del Molinar als Juncars. Se observan en ellas enormes fracturas y algunas que, tras desprenderse, han sido contenidas por los grandes pinos que han impedido su caída. Forman figuras extrañas y nos hacen pensar en la experiencia que debe suponer estar bajo ellas durante el fragor de una tormenta de verano.

   A nuestra izquierda se abre un valle en el cual empezamos a ver hormas de piedra abancalando el terreno. Dado lo que ha llovido esta primavera, su superficie aparece tapizada de verde. Entre los árboles de esta zona más soleada vemos alzarse enebros piramidales de cierta envergadura que recuerdan a los abetos navideños. Son ejemplares muy hermosos, moteados de pequeñas bolas de fruto verde y azulado de las que nuestro buen amigo Julián Segarra fabrica su codiciada y afamada ginebra. Seguro que él aprovecharía la excursión para proveerse de estos frutos que utiliza en su destilería artesanal, que quizá sea ya de las pocas que quedan en nuestro país en la que se elabore el licor con un proceso de destilación tan amorosamente. ¡Ya le comentaremos lo que hemos visto en esta parte de la montaña!.

Indicativo l.

   El camino ha llegado al fondo del valle y atravesamos el Barranc de la Roca Alta, ahora seco, que desemboca en el río Cérvol. Imaginamos su cauce lleno en invierno, después de una fuerte nevada, cuando la cumbre del Turmell se cubre de blanco y al calor de los primeros rayos del sol comienza a fundirse y a descender por las laderas mil hilos de agua cristalina hacia esta hondonada. Seguro que ni el camino que hemos recorrido ni esta barrancada serán transitables en épocas de lluvia, debido al gran caudal. Pero ahora podemos atravesarlo sin dificultad y al otro lado, vemos de nuevo la señal blanca y amarilla que nos indica que estamos transitando por la senda correcta. Ahora el camino discurre entre el margen de piedra y una pared artificial, también de piedra en seco, que tiene todas las características de haber sido un azagador para el ganado, las raveres abundantes y numerosas que fueron en siglos pasados sustento de la economía de estos pueblos, que exportaban la lana a Flandes e Italia. Ahora casi es un recuerdo perdido en el tiempo pero cuando en 1978 mi mujer y yo compramos nuestra casa xertolina aún veíamos pasar ante ella ganados compuestos por más de cien ovejas con su pastor al frente y el perro fiel que las reunía para que no se perdieran o se desparramaran por los campos de cultivo. Hoy en día, casi no hay ganados en Xert. Josefina y Ernesto, que eran los dueños de uno de los más numerosos, tan sólo conservan algunos animales que les sirven  aún de distracción. Sólo en las alturas,  en el mas d´Evaristoy en el de Nieves, cercanos a la Font  de l´Albi, pueden verse raveres hermosas y grandes.

   Un poco más arriba, junto al camino que transitamos, se alzan las ruinas de una poderosa y recia masía y un poco más lejos otra que parece encontrase aún en buen estado. Se trata del mas de Querol y el de Querolet, según nos comenta José Miguel. ¿Cuántas historias vividas entre sus muros podrían contarnos estas viejas masías?. ¿Por qué el hombre ingrato ha abandonado a la destrucción progresiva y al olvido estas casas que a ambas laderas del Turmell vieron vivir, amar, sufrir y morir a sus mayores?. Siempre me entristece ver su decadencia, sus techos hundidos, sus arcos de piedra medievales desgajados, cómo las aliagas y la maleza se apoderan de sus muros. ¿Llegaré a ver resurgir estas construcciones convertidas en albergues rurales, como cuando era niño y los domingos que iba con mis padres a misa a la catedral de Valencia y la veía recubierta de aquel caparazón neoclásico soñaba que el gótico primitivo resurgía de sus entrañas como luego he visto?. Quizá si vivo unos cuantos años más veré este proceso, porque las modas van y vienen y lo que hoy se abandona, mañana se aprecia, repristina y protege. ¡Ojalá que así sea!.

   Salgo de mi ensimismamiento mientras caminamos por el azagador solitario. Llevamos casi dos horas de camino y no nos hemos cruzado con ningún ser humano. Sólo las lagartijas de larga cola que están camufladas entre la maleza, huyen de nosotros mientras avanzamos, alarmadas por el ruido de nuestros pasos que para ellas, con un oído más fino y agudo, deben sonar aterradores, como el de los guerreros que atravesaban estos campos pertrechados con sus equipamientos militares, buscando en las masías solitarias comida, dinero y sexo a costa de los pacíficos campesinos que, en las guerras de la Edad Media y de los siglos posteriores, eran fácil pasto de las fechorías de los extraños.

   Salimos a un campo llano donde el camino está oculto por la vegetación. Pisamos la hierba alta buscando el sendero y oímos el murmullo misterioso y agradable del curso del agua del río Cérvol. Vamos a contracorriente y cada vez es más fuerte su caudal. A su vera hay huertos cerrados con valla metálica que protegen los árboles frutales y los chopos se alzan ligeros y altivos en sus orillas aprovechando la frescura de sus aguas.

   En un momento dado nuestra senda discurre junto al río y llegamos a un remanso o Gorg, donde el agua permanece estancada. Andamos sobre una pequeña presa y observamos el fondo verdoso del agua estancada por efecto de las algas y  muchos pececillos que lo pueblan y avanzan y retroceden como si realizaran una danza clásica. Lástima que el agua emita un tufillo desagradable, pero es propio del curso hídrico que no se renueva con la natural rapidez. Un tubo negro y grueso afea el idílico lugar. Como siempre, el hombre agrede en su provecho a la naturaleza sin tener en cuenta el entorno paisajístico. Luego nos quejamos cuando la tierra protesta y nos devuelve con sus acciones nuestro poco cuidado hacia su belleza.

   Un poco más adelante, aproximadamente un kilómetro antes de llegar a Vallibona, el río fluye ante nuestros ojos con naturalidad y nos encontramos en un lugar paradisíaco. Después de tanto tiempo entre rocas abruptas y vegetación desbordante, la bondad y llaneza del río y su entorno descansa nuestro ánimo. Vemos una zona con cierta profundidad y me entran ganas de lanzarme al río y refrescarme, pero las corrientes fluviales son traicioneras cuando no se conocen y no hay que jugar con ellas. No obstante, ha aumentado mucho la sensación de calor y la gorra que llevo en la cabeza parece una coraza puesta por la Santa Inquisición para recocerme los sesos y dejar inerte mi capacidad de pensamiento.

Mapa Vallibona

   En una revuelta del camino aparece ante nosotros Vallibona. Estamos a la altura del cauce del río y topamos con varias mesas de madera instaladas para comer con sus correspondientes bancos y una fuente de aguas limpias y frescas que fluyen constantemente de las entrañas de la roca. Se trata de la Font Vella según vemos inscrito en un letrero de madera colocado junto a ella y de la Font Fresca, según las personas de Vallibona que conocemos y que viven en Xert: la abuela de Vanesa Saura, María Meseguer y su hermana Dolores. También hay un letrero que indica: Agua potable. ¡Hombre, ya era hora de que en alguna fuente de montaña hubiera un letrero con sentido común!, porque hace unos años las autoridades sanitarias obligaron a poner en todas estos nacimientos un letrero que indicaba la no potabilidad de sus caudales por no estar cloradas. Esta manía del hombre civilizado de enmendar la plana a la naturaleza se pasa de castaño oscuro. Si nacen de las entrañas de las rocas y el hombre no las contaminara con sus perversos vertidos tóxicos o procedentes de purines de granjas en lugares inadecuados ¿qué impotabilidad podrían tener?. Cada vez nos alejamos más de lo natural y consideramos, en nuestra soberbia, que somos más sabios que la madre naturaleza. Así, los médicos de hoy día desaconsejan la utilización de las plantas que tienen propiedades terapéuticas y recomiendan los productos químicos como de mayor excelencia para curar las más variadas enfermedades, olvidando que la terapéutica científica nació de la recolección y utilización de los productos naturales, menos tóxicos que los elaborados en los laboratorios de las empresas multinacionales de farmacología y que, hasta el siglo XIX, los médicos tenían como asignatura fundamental de su carrera la botánica e incluso en siglos anteriores debían, siendo estudiantes, salir a herborizar con el catedrático de herbes a La Murta, Penyagolosa o Mariola para conocer la riqueza curativa de las plantas.

   Pero volvamos a nuestra excursión a Vallibona. Descargamos nuestras mochilas y nos acercamos al chorro de la fuente. La sombra de este lugar, la cercanía de la corriente del río y el cadencioso rumor del agua se unen como bálsamo que alivia al caminante. Refrescamos nuestros brazos y cara y bebemos de las puras e incontaminadas aguas que salen del vientre profundo de la roca. Nos hacemos una fotografía con disparador automático para tener un recuerdo y colocando de nuevo las mochilas sobre nuestra espalda, nos preparamos para disfrutar de la incomparable belleza de este pequeño pueblo de montaña.

   Antes de cruzar el río observamos Vallibona. Construida sobre un montículo, me recuerda los pueblos italianos que, aún hoy, desafiando las modas y el paso rápido del tiempo mantienen sus construcciones tradicionales y sus calles sinuosas, producto de la historia y de la orografía agreste. Fotografío la población desde la fuente y me aparece la imagen en la pequeña pantalla de la cámara digital enmarcada por las hojas verdes de los corpulentos chopos que nacen junto al río.

Vallibona.

   El agua es vida y el río Cérvol, a pesar de que estamos en agosto, sigue fluyendo hacia el mar con un caudal continuo que nos hace pensar en cómo rugirá en les épocas de lluvias y grandes avenidas. Es posible que en muchas ocasiones impida transitar su vado y tan sólo se pueda acceder a la población de Vallibona por las carreteras de entrada y salida que poseen puentes adecuados para superar la corriente con seguridad. Una pequeña colonia de peces nada en las entrañas del caudal yendo hacia arriba y hacia abajo sin inquietarles nuestra presencia.

   Cuando comenzamos a ascender hacia el pueblo, un grupo de unas cinco personas adultas y tres niños se dirigen hacia el merendero de la otra orilla. Los saludamos y nos paramos a observar una extraña construcción que nace en el centro de un pequeño barranco. Se trata de una acumulación de piedras y argamasa, sin duda obra del hombre, que sostiene una gruesa tubería que atraviesa el barranco a cierta altura. Me recuerda los sombreros puntiagudos de las brujas, tan de moda a partir de las novelas y películas de Harry Potter.

   Una mujer se asoma a la galería posterior de su casa, la cual da al barranco, y se pone a observarnos con descaro. Seguramente se pregunta ¿Quiénes son estos extraños?. La saludamos con el mismo descaro y no por ello se retira de su mirador.

   Comenzamos a ascender por una calle angosta y empinada. Ya estamos acostumbrados a este tipo de núcleos urbanos en el casco histórico de Xert. El aspecto que nos ofrece Vallibona a estas horas es el de una población silenciosa y solitaria. Hay poca gente transitando sus calles pero nos da sensación de paz, de sosiego. Sus casas están bien restauradas y muy cuidadas, con las típicas puertas partidas de estas comarcas, para poder salir por la parte superior de las mismas durante las frecuentes nevadas invernales que, a lo largo de los siglos, han azotado estas alturas. No en vano nos encontramos a seiscientos setenta y seis metros de altura sobre el nivel del mar.

   Actualmente la población tiene un censo, según hemos consultado, de unos noventa y ocho vecinos, aunque en verano, como es lógico y ocurre en todas estas zonas de interior, se duplica e incluso triplica con creces.

Calle de Vallibona.

   Llegamos a un cruce de calles: una asciende hacia la parte más alta y otra, llana, conduce hacia el Ayuntamiento. A nuestra derecha observamos una casa que posee una larga balconada de madera. En la pared del fondo del primer piso vemos cómo han reutilizado sabiamente viejos instrumentos de labranza para decorar: una pala para el grano del trigo, un cedazo, un arado, una reja, etc. Nos llama la atención el alero de madera que sobresale bajo el tejado. Estamos en una zona de frío y nieve y de aquí hacia Morella, en muchos pueblos, se pueden ver estas auténticas obras de artesanía de la madera, quizá heredadas de la tradición mudéjar, de cuya habilidad tenemos buena muestra en los batientes de madera de la iglesia arciprestal de Santa María de Morella.

   Decidimos seguir por nuestra izquierda, por la calle larga y llana que, como es lógico se denomina Carrer Pla, donde encontramos el Ayuntamiento y algunas casonas con escudo que nos indican que aquí vivieron los vallibonenses más ricos en los siglos pasados. Algunos rafes presentan dibujos en blanco y azul y nos recuerdan los ladrillos de Manises pintados en forma triangular, blancos y verdes, conocidos con el nombre popular de mocadoret.

   Pasamos por la casa donde nació el Reverendo Mosén Josep Meseguer Costa, obispo de Lérida (1889-1905) y arzobispo de Granada (1905-1920). Se le recuerda con una sencilla placa de cerámica blanca de ocho ladrillos, bordeada por una cenefa amarilla y en cuya parte superior están reproducidos el busto del arzobispo en el centro y a ambos lados el escudo de la población y el suyo episcopal.

   Al final de la calle encontramos el antiguo horno de cocer pan, restaurado, que suponemos es de origen medieval. No podemos visitarlo porque no hay nadie ni encontramos indicación de su posible visita, aunque no descartamos hacerlo en otra ocasión. Junto a él se abre un mirador sobre el río Cérvol que nos permite admirar una bella perspectiva: las laderas de la montaña están cubiertas de vegetación y al fondo el rumor de la corriente del río nos aligera el calor que, a estas horas emite el astro solar sobre nuestras cabezas.

   A nuestra derecha, ya fuera del entramado urbano histórico, podemos ver una cancha de tenis y oír los chapuzones de la gente menuda que se zambulle en la piscina. Debe ser el polideportivo municipal que, como en Xert, ha sido construido a las afueras de la población, convirtiéndose en lugar de reunión y bullicio de los estratos más jóvenes.

   Pero hemos de seguir nuestro paseo por Vallibona y torcemos a nuestra izquierda, pasando por un portal de la muralla  hasta ascender a la parte más alta de la zona habitada. Allí se abre una amplia plaza en la cual están situadas las escuelas y un bar restaurante con una amplia terraza sobre la población. Entramos en él para refrescarnos. Nos acercamos a la barra y pedimos una cerveza de barril, una coca-cola, papas, almendras y un plato de aceitunas y nos instalamos en una de las mesas del recinto. Mientras esperamos que nos sirvan observamos a un matrimonio joven que hablan en catalán y mantienen una animada conversación con una de las chicas que atienden el bar. El hombre lleva un niño de pocos meses  aposentado en una mochila que lleva el padre a la espalda y en cuya parte superior sobresale un toldo de la misma lona que la mochila que protege al niño del exceso de los rayos del sol. Se parece a las imágenes orientales, como si se tratara de un monje budista que llevara a sus espaldas a un niño reencarnado, bajo la protección de un palanquín, uno de esos que según sus creencias tienen la potestad de reconocer los objetos que les pertenecieron en su anterior encarnación humana.

   Pasados unos minutos y reconfortados por la bebida y el pequeño aperitivo, nos sentimos ágiles y recuperados del cansancio que habíamos acumulado en los últimos kilómetros  anteriores a la llegada a Vallibona. Es la una y media y comienzan a entrar  matrimonios mayores que van a comer al restaurante. Dudamos unos minutos pensando si nos quedamos a comer también aquí, pero llevando la comida es mucho más agradable ir al merendero que hemos visto junto al río. Además, nos espera una larga subida hacia el Turmell y no conviene sobrecargar el estómago.

   Al salir del restaurante Jose Miguel me señala cuál es la casa de la familia de María y Dolores, la abuela y la tía de nuestra amiga Vanessa. Nos hubiera gustado fotografiarla para mostrársela a nuestro regreso, pero un coche entre ranchera y todo terreno, de alargadas proporciones, ha aparcado ante la fachada y no nos permite hacerlo, pues casi ocupa la mitad de la imagen. Por ello desistimos del empeño.

   Descendemos ya buscando la iglesia parroquial y la encontramos situada en una pequeña plazoleta. En una pared lateral hay un enorme retablo de cerámica que recuerda la tradicional romería que, cada siete años, realizan los habitantes de Vallibona a Peñarroja de Tastavins, en la cercana provincia de Teruel, en la festividad de la Asunción de Nuestra Señora, a quien está también dedicada la iglesia parroquial de Vallibona. La puerta del edificio, como es lógico, está cerrada a estas horas. No son tiempos para dejar abiertos los templos ante la constante incursión de los desaprensivos que roban las obras de arte que, al fin y al cabo, son patrimonio de todos los ciudadanos.

   En un lateral, donde se abre otra puerta que suponemos está situada a los pies de la nave central del edificio, encontramos un interesante pasadizo o porche con arcos ojivales que, en los fríos inviernos de estas tierras altas, protegen a los feligreses de las inclemencias del tiempo a la salida de los actos litúrgicos, en especial los domingos, cuando se mantenían, como en otros muchos pueblos, animadas charlas sobre los acontecimientos o sories acaecidos durante la semana en Vallibona.

   Un letrero en valenciano, colocado recientemente y realizado por el PORTMADER, nos ofrece toda la información que nos puede interesar sobre la historia del edificio e incluso nos permite observar su interior a través de varias fotografías. Por él nos enteramos de que esta iglesia parroquial data del siglo XIV, aunque fue reformada con posterioridad y que conserva, escondida sobre la cúpula de tabiquería que actualmente cubre la nave central, un importante artesonado mudéjar o aljarfe que recientemente ha sido restaurado por la Generalitat Valenciana.

   Cuando nos vamos alejando del edificio podemos observar con atención la hermosa torre campanario que preside con su silueta todo el entramado urbano de la población. Su cupulín, algo agallonado, nos recuerda el de las torres campanario de las iglesias de Forcall, Cinctorres y Zorita. ¿Será, como los amplios aleros de madera que hemos visto en las casas, una influencia arquitectónica de los cercanos pueblos del bajo Aragón?. Así lo creemos.

   Salimos de Vallibona con el mismo silencio que tuvimos al entrar. El bullicio que, sin duda, invade sus calles en las fiestas estivales, ha dado paso a la calma diaria de sus escasos habitantes cotidianos que, por ser la hora de la comida, se oyen en el interior de las casas entre el tintineo de vasos y cubiertos y el rumor lejano de las conversaciones que salen por las ventanas, veladas por cortinas para evitar el paso de las moscas y procurar ese ambiente fresco que nos proporciona la semioscuridad del interior de las habitaciones de gruesas paredes de las casas rurales.

Font Fresca.

   Al atravesar de nuevo el río Cérvol, el grupo de tres o cuatro niños, entre cinco y siete años, que hemos visto a nuestra llegada, juega en un remanso del cauce con los pies descalzos, chapoteando en el agua e intentando atrapar entre sus manos los pequeños peces que nadan confiadamente, lo que produce la algarabía de los pequeños. Mientras, los padres y abuelos preparan la comida sentados en una de las mesas de madera del merendero, junto a la Font Fresca. Al lado mismo hay otra mesa de madera vacía con bancos,  pero preferimos alejarnos un poco y situarnos en una tercera, escondida detrás de una enorme roca, que nos permite ocultarnos de la gente y poder comer con tranquilidad.

   Me acerco a la fuente a cambiar el agua de mi botella para la comida. La que sale del caño que hay incrustado en la roca es de una frescura casi gélida. Hay una botella de agua puesta por el grupo que está comiendo cerca y un melón refrescándose. Yo lleno mi botella y me alejo.

   Mientras comemos oímos el murmullo de  la corriente del río que fluye y vemos como telón de fondo la imagen de Vallibona, encaramada sobre su montículo y enmarcada por las hojas verdes de los árboles que crecen junto a la ribera.

   Al acabar nuestro bocata y la fruta reemprendemos el regreso a Xert. No tenemos sueño y preferimos adelantar la vuelta. En mi caso la cafeína de la coca-cola ha evaporado mi cansancio y en  caso de necesidad, hemos visto un árbol frondoso junto al río, un poco más arriba, que nos permitirá echar una siesta.

   Nada más salir del merendero encontramos un letrero que dice: “Excursión botánica”. Es un sendero que asciende montaña arriba y que, me imagino, va marcando con carteles las distintas especies botánicas que pueden encontrarse en estas alturas. Pero hoy no tenemos tiempo para seguirlo, pues nos preocupa que ahora hemos de ascender siete kilómetros, deshaciendo el camino por donde hemos venido esta mañana, para llegar desde seiscientos sesenta y seis en que se encuentra enclavada Vallibona hasta los mil cien que alcanza el Turmell, en cuyas cercanías hemos aparcado el vehículo.

   Volvemos a caminar paralelos al río Cérvol. Sus aguas son como la sangre que avanza por las venas del cuerpo, vivificando la tierra y alimentándola y oxigenándola porque el agua es riqueza. Pasamos junto al árbol que habíamos elegido esta mañana para parar a descansar pero, no obstante, decidimos seguir caminando. No necesitamos parar de momento y atravesamos nuevamente una amplia extensión cubierta de hierba verde y lozana en la cual, como ya hemos dicho, se adivina más que se ve físicamente el sendero que hemos de seguir. Al llegar a su límite el camino vuelve a ascender sin parar por las rocas y mi corazón comienza a palpitar con fuerza. Siento el cansancio acumulado y a cada revuelta ansío dejarme caer sobre algún lugar fresco y dormir la siesta plácidamente. José Miguel me sigue sin dar muestras de querer detenerse. La edad es un factor ineludible, aunque me siento fuerte, pero hay momentos en que el cuerpo nos habla y al llegar junto al mas de Querol, salto una pequeña valla de piedra, penetrando en un amplio campo situado a mi izquierda y bajo la sombra de una corpulenta y centenaria carrasca me dejo caer exhausto para reponer fuerzas. Apoyo la cabeza sobre una camiseta que llevo de repuesto en la mochila y me entrego sin remisión a un sueño reparador, aunque no llego a desconectar totalmente mi cerebro. José Miguel también descansa, pero maneja constantemente su móvil, mandando mensajes. Incluso en estas montañas, en las que pareces estar perdido en un lugar intemporal, las nuevas tecnologías nos acompañan.

   Oímos un ruido, como si pisaran hojas secas cerca del lugar donde nos encontramos y José Miguel me dice que es un caminante que pasa por el cercano sendero. Es la única persona que hemos encontrado a lo largo de nuestra excursión. Sus pasos se pierden lentamente hasta que regresa el silencio absoluto y la calma. Bueno, un silencio y una calma relativos, porque la naturaleza está viva y se puede escuchar el suave tintineo de las hojas de la carrasca, bajo la cual estamos instalados, movidas por un viento ligero y a lo lejos, sobre Morella, resuena el eco de los truenos que pensamos que pueden acercarse hasta nosotros. Por eso decidimos seguir nuestro camino.

   Al levantarme veo que mi espalda ha reposado sobre una hermosa, exuberante y afortunadamente seca boñiga de vaca, recuerdo que van dejando estos animales en su trayecto por las montañas. Observamos el cielo azul y limpio sobre nuestras cabezas pero en la lejanía, hacia el norte, gruesas nubes algodonosas van cerrando el horizonte, mientras los truenos suenan cada vez más cerca y a intervalos más regulares.

   Volvemos a la vereda que hemos dejado hace un rato y llegamos al Barranc de la Roca Alta. Atravesamos su lecho seco y pedregoso y distinguimos en él varias rocas pintadas que nos orientan de nuevo en el camino que debemos seguir. Por asociación de ideas me viene a la mente una película que me impactó en mi niñez sobre la novela de Julio Verne Viaje al centro de la tierra, donde varios científicos iban encontrando sobre las rocas las marcas que había dejado su predecesor en la expedición en aquel viaje imposible.

   Al comenzar a ascender por la otra ladera de la montaña, con curvas y giros rápidos, pienso que si entre estos pinos centenarios coronados por inmensas rocas que parecen procedentes de épocas muy remotas, apareciera un dinosaurio de dimensiones colosales que con sus inmensas patas fuera aplastando la vegetación y dirigiera sus fauces de afilados dientes hacia nosotros como si fuéramos una delicadeza culinaria para su paladar, no deberíamos extrañarnos. Afortunadamente sólo encontramos en nuestro camino a sus descendientes diminutos. Pequeños lagartos de piel rugosa y verdusca, los cuales están apostados en las orillas del sendero, tomando el sol que vivifica sus entrañas y que huyen de inmediato y se esconden entre los matorrales hasta mimetizarse con el monte bajo.

   La ascensión se hace cada vez más pesada. Atravesamos la amplia pista y volvemos al angosto sendero. José Miguel pasa delante. Su paso es firme y decidido mientras que el mío es cada vez más cansino. Los enormes helechos que descubrimos esta mañana nos acogen y nos dan la bienvenida. Faltan setecientos metros para llegar a la cumbre y tengo la sensación de que mis piernas me pesan una tonelada. Por fin, cerca de nuestro vehículo, paramos a descansar unos minutos. Casi no podemos ver el cielo, dada la frondosidad de la vegetación de esta parte de la umbría del Turmell. Eso hace que el cuerpo se relaje y podamos descansar y recuperar fuerzas para acabar nuestra expedición.

   Llegamos por fin a nuestro Suzuki-Santana y lo hacemos con júbilo. Él se encargará ahora de transportarnos hasta Xert. Una gran alegría nos invade y como por arte de magia, el cansancio desaparece por completo de nuestros cuerpos. Vemos a nuestra izquierda la caseta forestal del Turmell y comenzamos a descender por la Revolta de la Fusta. La pista se va ensanchando y deshacemos el camino de esta mañana pasando bajo la Roca Mercadera y ante la ermita de Sant Pere i Sant Marc de la Barcella.

   Ya en pleno descenso, después de pasar el Molló de la Barcella, paramos para dejar pasar ante nuestro coche una ravera. Con ella van sus dueños y entablamos cordial diálogo, como es costumbre entre vecinos y contamos de dónde venimos a estas horas. Un poco más adelante pasa el todo terreno de Miguel Meseguer y Nieves que van hacia su masía, a los que también contamos nuestra excursión. Aquí, en las zonas rurales, no existe la incomunicación que hay en las grandes ciudades, en las cuales te cruzas con la gente diariamente sin intercambiar una frase amable, una palabra, sin compartir tus sentimientos. En el campo todos están interrelacionados, todos quieren saberlo todo y compartirlo todo; alegrías y penas de sus vecinos. Es un mundo más humano.

   Al llegar al pueblo vamos directos al bar Sales, ubicado en los bajos del Ayuntamiento. Su dueña, Otilia, nos sirve una buena cerveza fresca y un café granizado. Nos sentamos en una mesa y se nos acerca Adrián Marzá, que entabla amigable conversación, recordando anécdotas de su juventud.

   Pasados unos diez minutos regresamos cada uno a nuestra casa. Lo primero que hago es meterme bajo el agua de la ducha. Esta noche, sin duda, no tendré problemas para conciliar el sueño.

   Habrá que programar otra excursión a pie de Xert al Turmell o a cualquier lugar mágico de nuestras montañas. Para describir un paisaje, hay que vivirlo y saborearlo y eso tan sólo se consigue, andando por nuestras tierras.

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