El verano en Benafer

Por Jesús Moya Casado

     Las noches de un verano en Benafer siempre han sido noches sin hora de vuelta a casa, carreras en bicicleta, tardes de plaza y cartas, de nuevos amigos. Desde pequeños se han tejido amistades que, con tan sólo unos días al año, se han hecho invencibles. A menudo se estampan en una camiseta el nombre de una peña. Esa “peña” en la que pruebas el primer chupito o la primera calada, donde creces a base de experiencias. Olvidas los videojuegos, la cobertura y la batería del teléfono y otras tantas cosas que creías imprescindibles. Hemos sido testigos de como han ido creciendo por sus calles aquellos que, a su vez, hoy lo son de tantos otros que, año tras año, huyen de la ciudad para encontrarnos con la mejor versión de nosotros mismos, más libres, más ávidos de aventuras, más nuestros.

     En Benafer los domingos se vuelven especiales. Hay que ponerse las mejores galas y, después de misa para algunos, el pueblo se reúne en el bar, que se vuelve un jolgorio de gritos, risas, y preguntas. ¿Y tú de quién eres? será la más repetida frente a muchas más que se mezclan con las cañas y los vinos, como ¿qué tal te ha ido el invierno?, ¿los padres, están bien?, o ¡cómo has crecido!, para los más pequeños.

     El olor a campo, las tormentas de verano, el ladrido de un perro y los conciertos de los grillos, el despertar de un gallo, las conversaciones nocturnas, la lluvia de estrellas desde el lavadero, la baraja de cartas y el café encima de la mesa del bar, las visitas a los pueblos vecinos, las orquestas y…

Benafer

     El verano en Benafer se vive de otra manera. Es como describir un lugar acogedor, donde el aire se respira de una forma diferente a la ciudad, donde cada rincón cuenta una historia o acoge una conversación o un reencuentro a principios de verano.

     Se ha escrito y hablado mucho sobre el positivismo de las ciudades, plagado de falsas galas y el ficticio esplendor de su cultura que corroen los cimientos morales de la sociedad que petrifica a millones de seres, matando en ellos toda ambición noble y encerrándoles en el círculo de una existencia vana.

     Mis recuerdos en Benafer están ligados a unas bicicletas que descendían a toda velocidad la cuesta que baja del frontón o la rocha del Pozo hacia la fuente de los Nogales, o las noches jugando al escondite en la plaza con niños de casi todas partes del país.

     Cuando cada canción te recuerda a un momento concreto que volverías a revivir una y otra vez. Quizás al último baile de las fiestas, conversaciones para arreglar el mundo, una noche bajo las estrellas... o tal vez un beso robado entre la arboleda que se mezcla con el camino; ese camino que lleva al pueblo de al lado donde, lo puedes asegurar, no son tan majos y tan todo como en este.

     Hoy en Benafer sigue la misma luna de antaño entre la torre de la iglesia, la conversación de los grillos y, también, la siniestra guadaña que año a año nos quita a las gentes más cercanas y queridas.

     Benafer, como tantos otros pueblos, es el contraste continuo: como cuando dicen “el pueblo está muerto” y me doy cuenta que cuando más animado está que cuando hay algún entierro. En estas reuniones, con sus conversaciones y su filosofía, se puede apreciar como la cultura se crea en los pueblos y se destruye en las ciudades. Los pueblos son libros. Las ciudades periódicos mentirosos. La ciudad cree que fuera de ella no hay más que paisaje, patatas y leche; ignoran que también existe una cultura amplia, noble, antiquísima e insobornable.

     Tus amigos de la ciudad no comprenden esa amargura con la que vuelves en septiembre.

     Con el tiempo hay cosas que cambian. La edad llega cargada de responsabilidades y achaques y no siempre puedes cuadrar tu agenda o convencer a tu jefe de que aquellos días no serán lo mismo sin ti.

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