Segar espígol

Por Emilio García Reverter

   El tío Joaquín y la tía Joaquina, que eran los padres de María Vicenta y de Carmeta, vivían en la parte llana de La Raval. Su casa era esa que, después del recodo, sobresale un poco y a partir de la cual se alinean las casas siguientes de ese lado. Iba yo allí con tanta frecuencia, sobre todo en mis años pre-escolares, que todavía ahora, si no la han modificado mucho, podría entrar y subir con los ojos cerrados los dos tramos de escalera hasta llegar a la cocina.

   ¡Cuántas horas habré pasado en aquella cocina! Sentado de espaldas al balconcito que da a la calle, me entretenía viendo a la tía Joaquina en su ajetreo doméstico, encender la lumbre, ver cómo se formaba la llama y como la atizaba de vez en cuando; vede preparar y cocer la comida. Otras veces metía en un caldero hojas y tronchos de col o de acelgas, mondas de patatas, trozos de remolacha, de zanahorias moradas... y lo ponía todo a cocer: era el abeurall o brebajo para el cerdo. Después lo bajaba y lo echaba al bassiol o dornajo y le abría la puerta de la pocilga al cerdo. Era de ver con qué voracidad se comía el animal aquel revoltijo de hortalizas y desperdicios. Me hacía gracia ver que incluso metía las patas delanteras en el bassiol ¡Ni que quisiera alardear de su condición de marrano!

   La tía Joaquina y yo hablábamos bastante, aunque no recuerdo de qué, a excepción de una vez que cuando ya estaba yo en la escalera para irme a mi casa me dijo:

   -Emiliet, ya ves que casa tan pequeña tenemos.

   A lo que yo le respondí muy sinceramente:

   -Tía Joaquina, cuando yo me muera, mi casa para usted.

   A la tía Joaquina le llegó al alma mi respuesta; a pesar de la incoherencia infantil de mi forma de expresarlo, se dio perfecta cuenta de mi buena voluntad hacia ella, de mi deseo de ayudarla.

   Por las tardes cuando, ya puesto el Sol, sonaban las tres campanadas del Angelus, me decía:

   -Emiliet, ya te puedes ir a casa, que ya han tocado el Avemaría.

   Bajándome entonces de la cocina y saliendo de su casa me iba sin salirme de la acera hasta llegar frente a la mía. Ventajas de los pueblos, que al no existir, prácticamente, el peligro del tráfico, los niños pueden andar solos por la calle desde muy pequeños. Otras veces se adelantaba un poco en regresar del campo el tío Joaquín y entonces la tía Joaquina bajaba rápidamente para ayudarle a descargar y desaparejar el asno que tenían.

   Por aquellos años, de 1928 a 1936, solían venir a Chert, a últimos de junio, unos compradores para adquirir grandes cantidades de espígol, espliego, cuando estaba ya en floración. Venían en un camión y la compra la hacían durante varios días, a última hora de la tarde y al anochecer, al final de la calle de Valencia, frente a la ancha acera del Ferrer. Eran muchos los chertolinos que acudían a vendérselo; al fin y al cabo era una cosecha que no había dado más trabajo que el de segarlo y transportarlo. También es cierto que no lo pagaban bien. No sé si era para alguna fábrica de colonias y perfumes o con alguna otra finalidad industrial.

   Un día de aquellos, tendría yo seis o siete años, me propuso el tío Joaquín, conociendo mis deseos, ir con él por la mañana hasta mediodía al Bobalar; allí, mientras él regaba y realizaba otras labores en su huertecito, yo podría segar espliego.

   De manera que al día siguiente bien temprano salimos del pueblo y por la fuente del Aubelló cruzamos al otro lado del barranco; continuando por esa orilla pasamos por el nogal de Cuc, por la font del Parat y desviándonos por un caminito a la derecha, cuesta arriba, llegamos al huerto del Bobalar del tío Joaquín, donde cultivaba hortalizas tales como repollos, lechugas, cebollas, pimientos, tomates y unos estupendos salicrosis. ¿Por qué habrán dejado de cultivarse en Chert los salicrosis, tal como me informó mi amigo Delfín? ¿No son, acaso, mucho mejores que los pepinos?

   Nada más llegar me dio una hoz y me dijo:

   -Toma. Puedes segar todo el espígol de este ribazo, y si lo terminas ya te diré donde continuar. Ten mucho cuidado, no te vayas a cortar algún dedo.

   Dicho esto se puso él a su tarea hortícola y yo inicié la mía como segador de espliego. Acometí el trabajo con entusiasmo, aunque con miedo: aquella gran hoja de la hoz, tan afilada, imponía un poco. No sé si por excesiva precaución o por total falta de experiencia, o por ambas cosas, no tardé en darme cuenta de que aquello no era tan fácil como yo me imaginaba. Allí estaban las matas de espliego en flor, con su agradable aroma, pero no recuerdo si para mayor seguridad cortaría los tallitos uno a uno, o de dos en dos, el caso es que no me cundía en absoluto. Pasaban las horas y no conseguía hacer un buen montón.

   Una vez terminado su trabajo, se acercó el tío Joaquín, y al ver que no había reunido más que algunos manojos, una gavilla a lo sumo, comprendió que aquello era insuficiente, que no era presentable. Al menos respiraría tranquilo viendo que no me había lesionado con la hoz. Sin decirme nada cogió él la herramienta y se puso a segar espliego. En unos veinte minutos consiguió como seis u ocho veces más que yo en toda la mañana; juntando lo de los dos formó un haz o garba, que ató con una cuerda y después la sujetó sobre el aparejo del pollino.

   Iniciamos el regreso. Aunque estaba cansado y hacía calor teníamos la ventaja de que ahora todo el camino era en descenso o llano hasta llegar al pueblo y sobre todo, la alegría que me daba ver aquella garba de espígol sobre el jumento me hacía insensible a cualquier molestia.

   Al descargar la garba en casa la guardé, tal como me aconsejaron, en el sitio más fresco, junto al pozo; no se fuera a secar el espliego muy rápidamente y perdiera peso. Cuando ya quería anochecer, María Vicenta, siempre tan amable y casi tan ilusionada como yo, me ayudó a llevarla donde esperaba el camión. ¡Qué bien olía a espliego esa parte de la calle de Valencia! Me puse en la cola, todo orgulloso de mi garba. No tardó en llegar mi turno: la pesaron y me dieron treinta y cinco céntimos de peseta. Con aquella retribución tan inusual para mí me di por muy satisfecho y bien compensado del madrugón y de mis fatigas.

   Huelga decir que no fui pregonando quién había segado la mayor parte de mi espliego. ¡Y que seguro estaba de que el tío Joaquín tampoco se lo iba a decir a nadie!

Madrid, julio de 2012

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